Reseña de EXPEDIENTE WARREN: EL ÚLTIMO RITO de Michael Chaves (2025) | «Terror, nostalgia y amor: el último exorcismo de los Warren no es solo contra demonios.»

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 | Los Warren se enfrentan a su caso más oscuro… y a su propia despedida. | 

Reseña de EXPEDIENTE WARREN: EL ÚLTIMO RITO de Michael Chaves (2025)

Han pasado más de diez años desde que Expediente Warren: The Conjuring (2013) sacudiera el panorama del cine de terror. Aquella obra de James Wan devolvió al género su elegancia perdida: tensión dosificada, atmósferas densas y un pulso narrativo que prefería el silencio al estruendo. Tres años después, El caso Enfield confirmó que no había sido casualidad: Wan ofrecía otra pieza de horror gótico impecable, inquietante incluso en sus momentos más espectaculares, sostenida además por la química magnética entre Patrick Wilson y Vera Farmiga como los demonólogos Ed y Lorraine Warren.

Esa complicidad fue siempre el verdadero motor de la saga: dos personajes que enfrentan el mal como un equipo, casi como una historia de amor escondida entre exorcismos y casas encantadas. Sin embargo, tras la marcha de Wan, el rumbo se volvió irregular. Obligado por el demonio (2021), dirigida por Michael Chaves, intentó innovar acercándose al thriller judicial con resultados desiguales; al tiempo que el universo se expandía con spin-offs como Annabelle, La monja o La Llorona, de calidad muy dispar pero con éxito comercial, consolidando a figuras como la muñeca maldita o el demonio Valak en la cultura popular.

Ahora llega Expediente Warren: El último rito (2025), anunciada como el cierre definitivo de la saga. Chaves repite en la dirección, esta vez con un tono más sombrío y melancólico. Su estilo es más plano y directo que el de Wan, menos virtuoso en lo visual, pero aquí parece más interesado en dar a los Warren una despedida digna que en impresionar con alardes formales. Y eso, pese a sus limitaciones, le juega a favor.

El filme se inspira libremente en el supuesto caso real de la familia Smurl en Pensilvania, acosada por fenómenos paranormales en los años ochenta. Sin embargo, ese trasfondo funciona más como excusa para abordar lo que de verdad importa: el adiós de Ed y Lorraine. La historia arranca con un prólogo ambientado en 1964, donde vemos a los Warren jóvenes (Orion Smith y Madison Lawlor) resolviendo un caso inacabado y asistiendo al nacimiento de su hija Judy. Después, salta a 1986: los Warren ya están agotados, Ed bromea para disimular su deterioro físico y Lorraine se consume entre visiones que amenazan con devorarla.

Judy, ahora interpretada por Mia Tomlinson, adquiere aquí un peso central. Es la tercera actriz que encarna al personaje tras Sterling Jerins y Mckenna Grace, y probablemente la que mejor consigue dotarla de presencia y solidez. La película sugiere de forma velada que podría heredar el testigo de sus padres, acompañada por su novio Tony (Ben Hardy). Así, por primera vez, la saga no gira solo en torno a la pareja, sino a la familia Warren en pleno.

El desarrollo es lento y disperso, con múltiples subtramas que diluyen el ritmo y algunos tramos excesivamente oscuros visualmente, pero el tramo final remonta: el clímax mezcla visiones, traumas, ataques demoníacos y la frágil salud de Ed en un crescendo caótico pero emocional. No faltan los sustos, aunque pocos resultan memorables, y la fotografía de Eli Born carece de la atmósfera que logró en otros trabajos. Tampoco ayuda que la partitura de Benjamin Wallfisch cumpla sin brillar, lejos de la personalidad que Joseph Bishara dio a las anteriores entregas. Aun así, se agradece el uso inteligente del silencio y algún guiño musical —The Cult, Bowie o Van Morrison— que añade color entre tanta penumbra.

Hay, además, pequeños regalos para los fans: cameos, referencias a Los Goonies o Cazafantasmas, y el regreso del Padre Gordon (Steve Coulter). Incluso el propio James Wan aparece fugazmente, como quien quiere despedirse de su criatura. Y aunque Wilson y Farmiga se perciben cansados de sus roles, logran impregnar sus escenas de una ternura crepuscular que da alma a la película. Sus miradas, más que los sustos, son lo que realmente emociona.

El mayor defecto de El último rito es que no alcanza el nivel de tensión, atmósfera ni innovación de las dos primeras entregas. Le sobra metraje, le falta garra y algunos tramos parecen hechos con piloto automático. Aun así, supera a la tercera entrega y ofrece un cierre digno: irregular, sí, pero sincero, con momentos que recuerdan por qué esta saga conquistó a tantos espectadores.

Lo que comenzó como una apuesta arriesgada terminó convirtiéndose en una de las franquicias de terror más rentables de la historia reciente, algo que ni El exorcista ni La profecía lograron sostener con sus secuelas. El secreto no fueron los demonios ni los sobresaltos, sino la humanidad de sus protagonistas. Porque, más allá de la parafernalia sobrenatural, el verdadero legado de Expediente Warren es haber mostrado que incluso en medio de la oscuridad más absoluta, el amor puede ser la luz más poderosa.

Puede que la saga no haya terminado del todo —ya sabemos que en el cine el final siempre lo decide la taquilla—, pero si este resulta ser el último capítulo, al menos se despide con algo de emoción y con respeto hacia quienes la hicieron memorable. No es un gran final… pero es un adiós honesto. Y a veces, eso basta.

NOTA FINAL: 3/5

 

 

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